MUSCULUS ERECTOR PILI


Despertó antes de que sonara el despertador. Sus ojos entreabiertos en la obscuridad buscaban algo que explicara esa sensación, pero una luz invisible que nacía dentro de ella la cegaba todavía más.
Era placer, pero había toda una madeja de prejuicios conscientes enredados con incoherencias del subconsciente que no la dejaban ni siquiera gemir. Sin embargo, su cuerpo no quería que esa experiencia terminara, sentía como si se transformara en una masa cálida que se desparramaba por toda la cama. Católica, sintió miedo y trató de escapar moviéndose, tratando de pararse. Así, la sensación se desvaneció y de inmediato se levantó para irse a entrenar.
No se lo contó a nadie, pero estuvo pensando en ese momento el resto del día. Al bañarse, al pasar los shorts de lycra por sus muslos, al mirarse al espejo mientras se vestía, al salir a la pista, al realizar el calentamiento, durante las clases e incluso cuando llegó su Jorge por ella. Él la besó como siempre que tenía ganas de “algo más que besos” como se decía a ella misma. Ese beso era su manera de predecir las actividades del resto del día, y no se equivocaba; para la noche, ya estaban en el sillón de la sala, arriesgándose a llegar al orgasmo de él antes de que llegaran los padres de ella.
Él se fue, después llegaron los padres. Su mamá se acercó y le entregó una tarjeta de presentación con un horario escrito con pluma. 
—Ten, Jimena. Te hice una cita el martes.
Al ver la tarjeta se sintió ofendida, casi descubierta. Creyó que nadie, ni siquiera su novio, se había dado cuenta, y así, de pronto, sin preguntarle, su madre ya la estaba mandando a depilarse. Su primer impulso fue negarlo, pero sabía que si lo hacía, en ese momento tenía las piernas desnudas, la más evidente señal de todo ese pelo que comenzaba a invadirla. Estaba también el más humillante signo: el bigote, que cada vez se anticipaba más su aniquilamiento rutinario. La protesta se atoró en su garganta y en su lugar apenas salió un balbuceante y derrotista "¡Ay, mamá!"
Se fue a acostar preguntándose si volvería a pasar lo de esa mañana. También pensó en la cita con la depiladora. Las atletas suelen depilarse. No estaba de sobra. Además (aunque esto no lo pensó, al menos no conscientemente), siempre hacía lo que su mamá le decía. Iría, y aguantaría cual fuera el proceso. Cerró los ojos.
Apenas iba conciliando el sueño cuando sintió como si se hubiera encendido automáticamente un mecanismo en su cuerpo. No era la sensación que había tenido esa mañana, era distinta: sentía claramente como todos los vellos de su cuerpo crecían en los brazos, las piernas, el pubis, incluso en el mentón, el abdomen y, desde luego, el cuero cabelludo. Podía sentir cada micra de pelo que traspasaba su epidermis y se refrescaba con el aire del exterior. La misma sensación se repetía en los millones de pelos que la cubrían. Su piel se erizaba con los folículos fuertemente erectos, como si tuvieran la urgencia de descargar todo el vello que guardaban. Aunque la sensación la excitaba de una manera hasta entonces desconocida, prefirió no moverse, solo sentir. Así lo hizo hasta que sintió que su pelo había crecido tanto, que con él se formó un manto con el que se arropó para conciliar el sueño. 
El despertar fue rutinario, el entrenamiento parecía que también. En la regadera, al ver los vellos de sus piernas mecerse con la corriente del agua, recordó el episodio de la noche anterior. Sabía que era uno de los efectos de la testosterona que estaba creando (y consumiendo). No era nada nuevo, al menos no en esa institución, donde la testosterona se exhibía abiertamente tanto en músculos y resistencia como, más subrepticiamente, en jeringas y geles. Tal vez sí lo era el que, de la misma manera que caía el agua sobre su cabeza, en ese momento cayó en cuenta de que se estaba volviendo adicta.
Quién sabe cómo fue. Son esas conversaciones donde uno inocentemente participa sólo por cortesía y de pronto se vuelve una acalorada discusión. De pronto Carmen era una ferviente defensora de la tauromaquia. De pronto le daban ganas de cachetearla. Al principio varias tomaron parte en la discusión, pero conforme se terminaban de vestir, iban abandonando los vestidores. Carmen y ella, en cambio, siguieron tan obsesionadas en la discusión, que apenas recordaban que debían vestirse.
Tampoco entendió cómo de pronto Carmen la tomó por la cintura y la azotó contra los casilleros. Para detenerla, Jimena la tomó de los bíceps, pero su adversaria empujaba los tensos y firmes flexores de cadera contra ella, dejándola sin escape. Si cerraba los ojos, podía sentir que estaba con un hombre, más musculoso e incluso más impetuoso que su novio. Los músculos de los dos abdómenes parecían jugar a sincronizarse. Sintió que le faltaba el aire y sintió que debía encontrarlo en la boca de ese ser cuyo sexo se diluía cuando cerraba los ojos (¡y con qué fuerza los cerró!). 
Pero al abrir los ojos, se sentía mal. Más por pena con su seductora que por deseo, trató de esforzarse por disfrutarlo, pero terminó apartándola. Carmen, jadeante, la miró fijamente sin atreverse a contraatacar. Dio la media vuelta y regresó a las regaderas. 
Finalmente llegó el martes por la tarde. Su novio la dejó en la entrada del local. La recibió una recepcionista a la que entregó la tarjeta. La invitaron a tomar asiento en la sala de espera. Era la única esperando. A su alrededor sólo vio unas TVnotas asquerosamente enrolladas por clientas impacientes y de manos sudorosas. Al fondo Adele le daba al lugar un toque sintético y temporal. 
Frente a ella había dos imágenes de modelos en tamaño natural. A la izquierda había una mujer en bikini. El cabello lacio y con rayos rubios volaba alrededor de su cuerpo como el halo de la virgen (si es que las vírgenes podían posar así) más poderosa y luminosa que hubiera habido. Parecía que la razón por la que el vello de todo el cuerpo hubiera desaparecido era porque le jalaron los cabellos para recorrerlo, pues no tenía ni uno (el bikini era lo suficientemente pequeño para destacarlo) y su cabello en cambio era larguísimo.
Del lado opuesto, había un hombre. Su torso desnudo se arqueaba como un tornado. Su piel era tan lisa y perfecta que una lagrima que cayera en sus ojos seguro resbalaría intacta hasta descansar en su ombligo… pero no, no era su tipo.
En medio de los dos cuerpos, una puerta se abrió, y de ahí salió un rostro que le era familiar. Él la saludó, se trataba de un compañero de la secundaria. 
—¡No te reconocí! —dijo ella, después de besar su mejilla. 
—Ha de ser por la barba —contestó él, mientras acariciaba su mentón con el índice y el pulgar. 
Ninguno de los dos tenía ganas de platicar en ese lugar, así que se despidieron, él iba saliendo de la sesión y la depiladora la estaba esperando a ella. Jimena entró al cuarto, pensando en él y en cómo le gustaba en la secundaria, cuando todos se burlaban de él, diciéndole Chewbi, por ser el primero en tener bigote, y vello en otras partes que ella sólo imaginó. ¡Ese sí era su tipo! ¿Por qué un hombre así va a un lugar como ése? 
—Por favor, se quita la ropa y se pone esta bata, y cuando termine se acuesta boca abajo –le informó la mujer.
Se quitó la ropa y vio por última vez ese pelo. Se dio cuenta de que amaba el pelo; en la cabeza, en la cara, en el cuerpo. Creía que el pelo era lo que hacía al ser humano tan bello como un pavo real o como un tigre. ¿Por qué quitárselo? Sintió que sin pelo su cuerpo sería como una gallina desplumada, metida en una olla de agua hervida porque su madre la había obligado, porque la sociedad la quería así. 
Se amarró la cinta de la bata, se puso los tenis y salió de la clínica, sintiendo el viento correr por su pelo, y nuevamente, la carne de gallina de donde crece la libertad.

Publicado en el segundo número de la Revista Prosvet, en febrero de 2013.

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